Cultura puede ser visitar museos, pero también transitar por la barra de un bar para disfrutar de otro tipo de arte distinto, el gastronómico. Porque la tapa puede ser un simple entretenimiento o una explosión de sabor y textura en miniatura.
Y Logroño es el lugar perfecto para disfrutar de este placer, ya que la abundancia de la oferta y su tradición en la elaboración de pinchos permite incluso no tener que repetir bocados.
La tapa es uno de los reclamos gastronómicos de nuestro país, y quizá una de las muestras gastronómicas más difundidas fuera de nuestras fronteras.
Con los años, su consumo se ha convertido en un ritual social, ya que no solo se trata de comer un bocadito, sino de pasar un buen rato con los amigos o la familia, yendo de bar en bar, disfrutando de las distintas propuestas y, si puede ser acompañadas por una cerveza o, ya que estamos en La Rioja, por un buen vino.
No hay mejor manera de afrontar una conversación sobre la vida o arreglar el mundo. Esta forma de entender el tapeo es probablemente lo que le da ese toque especial, tanto para los locales como para aquellos que nos visitan.
Cierto es que no sólo en España se domina el arte de los platillos; México, Japón, Corea y tantos otros ofrecen cocina en miniatura, pero si algo nos diferencia es el carácter social que le otorgamos y la materia prima de excepción.
Pocos se pueden equiparar a Logroño en cuanto a productos frescos de la huerta, carnes, pescados y mariscos. De entre todos las posibles, la calidad y variedad sitúan los pinchos de la capital riojana en un puesto honorífico a nivel mundial.
Aunque son muchos los lugares donde es posible saborear buenas propuestas, Logroño se ha ganado a pulso eso de ser ‘la Meca de la gastronomía’. A los hechos nos remitimos: la ciudad es la capital de provincia con mayor concentración de bares por habitante, llegando casi a los 600 establecimientos según la Federación Española de Hostelería.
El dato nos indica que, más que una forma de comer, en la capital riojana esta es una forma de vivir. Y aunque encontramos una oferta de todo tipo, desde la cocina tradicional a la más revolucionaria, de la taberna de toda la vida al restaurante de estrella Michelin, siempre hay un denominador común entre todos ellos, la tentadora exposición de tapas.
Sus museos más destacados son las calles Laurel y San Juan.
Cómo si estuviéramos en Hollywood, cuando se recorren estas calles y sus aledañas debemos ir en busca de las estrellas, la tapa de excepción de cada local. Porque a pesar de que la carta de todos es extensa, cada establecimiento tiene su protagonista y es deber del visitante empeñarse en recorrerlos hasta encontrar el de su preferencia.
Algunas tapas se remontan a décadas de historia, como es el caso de la famosa brocheta de champiñones a la plancha con gamba y una salsa de contenido secreto, o las patatas bravas, indispensables en cualquier tapeo que se precie. Éstas conviven con pinchos que exhiben nombre propio.
Por ejemplo, el ‘Cojonudo’, un panecillo relleno de picadillo de chorizo con huevo de codorniz o el ‘Zorropito’, un bollo caliente relleno de jamón york, lomo o bacon, aderezado con el toque mágico del alioli.
También encontramos el ‘Roto’, huevos revueltos con todo aquello que alcance la imaginación según mercado; el ‘Matrimonio’, anchoas (en aceite, curada en vinagre y semi-curada) con pimiento verde frito, o el ‘Baco’, un bocadillo de bacon, queso, setas silvestres y aceite de trufa blanca.
Luego, claro, aún tenemos los pinchos más gourmet: el tataki de atún, el milhojas de calabacín, la piruleta de solomillo, el tartar de buey al gusto y con carnes de distintos puntos de maduración…
En los últimos tiempos, además, los establecimientos de la ciudad se han adaptado a las nuevas demandas alimentarias y ya se encuentra una buena oferta sin gluten, vegetariana y vegana. Incluso, cuando las circunstancias lo permiten, se realiza una quedada veggie mensual en La Taberna de Correos.
De dónde viene ese afán nuestro por comer a porciones reducidas no está muy claro. El origen de la tapa es incierto y se le atribuyen muchas historias. Algunas hablan de reyes, otras de taberneros y otras de borrachos, pero la mayoría cuentan cómo alguien decidió tapar el vaso de vino con una loncha de jamón – o quizá de queso – para que no le entrara el polvo que lo estropeara.
También se explica cómo el rey Alfonso X El Sabio, cuando su médico le prescribió un vaso de vino al día, decidió reducir los efectos del alcohol acompañándolo con un pequeño bocado cada vez. Parece ser que le convenció tanto el invento que más tarde ordenó a los mesones de Castilla que siempre sirvieran el vino con una pequeña porción de comida para asentar el estómago.
Sea como fuere, lo que todas las historias nos dicen es que ya desde su inicio pincho y bebida han ido de la mano, una no se entiende sin la otra. Tanto es así que, por ejemplo, la Calle Laurel fue rebautizada hace años como ‘La Senda de los Elefantes’, porque quién intentaba tomar un vino en cada uno de sus bares, terminaba con una buena trompa.
La broma exageraba la costumbre popular del chiquiteo, donde las cuadrillas o grupos de amigos se juntaban para tomar unos chiquitos y echar unas risas. La tradición marcaba una ruta de local en local, donde cada uno de los miembros se encargaba de pagar la ronda por turno.