Logroño, como toda ciudad marcada por un río, descubre en sus orillas múltiples excusas para disfrutar de zonas verdes y monumentos, empezando por los mismísimos puentes que permiten cruzar el Ebro de parte a parte. Cada uno de ellos tiene su anécdota, su pasado y su futuro entrelazados con cada uno de sus arcos.
Las ciudades por las que pasa un río tienen un algo especial, un ritmo marcado por las crecidas estacionales, las brumas que asoman en invierno y los pájaros que anidan cerca de la orilla en verano. Un río puede ser reloj de agua, pero también frontera y camino, como le sucede al Ebro.
A su paso por Logroño, la curva que describe se diría que abraza la población, pero este gesto de cariño en realidad separa dos riberas que, con el tiempo, se han tenido que unir tendiendo puentes.
El topónimo Logroño deriva de la palabra celta “gronio”, que significa vado, es decir, aquí se localizaba un punto de aguas menos profundas por donde era posible cruzar sin ser llevado por la corriente.
Ese lugar podría haber sido donde se levantó el puente Mantible, una construcción romana original del siglo II, aunque algunos investigadores que estudiaron los arcos que quedaban de los 6 de medio punto que tuvo en su día consideran que eran muy posteriores.
Los restos de la obra los hallamos enclavados en la divisoria de las provincias de Álava y La Rioja, donde se encontraban dos calzadas romanas de importancia. Poco hay que ver en la actualidad, ya que por desgracia colapsó durante una crecida reciente, pero aun puede ser la excusa para dar un agradable paseo entre viñas a las afueras de la ciudad.
Además, se prevé su reconstrucción en un futuro cercano.
De regreso, moviéndonos en dirección este, nos encontramos con el contraste estilístico que propone el puente Práxedes Mateo Sagasta, dedicado a la memoria del célebre político riojano de la época de la Restauración española.
Conocido a nivel popular como “el cuarto puente”, fue construido en el 2003 sin buscar apoyos en el fondo del río para salvar los 140 metros que van de orilla a orilla. Para conseguirlo, se utilizó una estructura suspendida sujeta por tirantes de acero que, a la luz del mediodía, parece un arco a punto de restallar.
Seguimos adelante con nuestro recorrido entre viaductos y nos encontramos con una curiosa pasarela peatonal que describe una curva sobre el Ebro mientras viaja hacia la otra orilla.
Está ahí desde 1986 y sirve para unir la zona verde del Parque del Ebro con diversos equipamientos recreativos y deportivos del norte de la ciudad huyendo del engorro del tráfico. Sin embargo, lo más interesante es la decoración que encontramos pintada en ambos extremos, a modo de museo al aire libre.
Puente de piedra.
Allí nos esperan varios murales realizados durante el II Festival de Arte Urbano de la ciudad, en 2017. Desde el centro de la pasarela ya se intuye que en el próximo meandro espera otra construcción que salva el río: se trata del Puente de Hierro, construido el año 1882.
Reinaba Alfonso XII y los partidos dinásticos se alternaban en el poder. Sagasta, que lideraba las filas de los liberales, fue el impulsor de esta vía tan necesaria para mejorar las relaciones comerciales de Logroño con el norte del país.
El encargo para realizar esta obra de fundición, muy en boga en la época, recayó en el ingeniero Fermín Manso de Zúñiga, que ideó la forma de saltar por encima de los 330 metros del cauce al pasar por este punto.
El mismo experto sería el encargado de reformar la estructura de un último puente, el que nos espera unos metros más adelante.
El Puente de Piedra de Logroño es todo un símbolo de la ciudad, pero el que podemos ver todavía en su escudo no tiene la forma del actual.
El original se cree que se construyó en el siglo XI, contaba con doce arcos y se le conoció con el nombre de San Juan de Ortega, ya que en su margen izquierda estaba la capilla del santo que impulsó la obra.
Contaba también con tres torres, una en el centro y las otras dos en los extremos.
Pero la fuerza del agua y el tránsito de pesadas piezas de artillería durante largas épocas de guerras sin fin provocaron su deterioro y posterior colapso.
Manso de Zúñiga recibió el encargo de reconstruirlo cuando ya andaba ocupado con el Puente de Hierro, pero consiguió concluir las obras en 1884, suprimiendo las fortificaciones y pasando de doce arcos a los siete actuales, más altos, anchos y recios para permitir el paso de mayores caudales.
Su trazado coincide con el del Camino de Santiago, de forma que quien llega a pie a Logroño lo encuentra dispuesto para darle la bienvenida. De hecho, al inicio del Puente de Piedra hay dos fielatos uno de los cuales se utiliza como punto de información al peregrino.
Los fielatos eran las casetas o construcciones donde se resguardaban los antiguos vigilantes de arbitrios municipales, en ellos se recaudaban las tasas impuestas a las mercancías, y a su vez, hacían las funciones de control sanitario a los alimentos antes de entrar en la ciudad.
El puente viejo y sus costumbres desaparecieron bajo las aguas, pero su recuerdo pervive en una obra que es, más que nunca, mano tendida y punto de encuentro.