La capital de La Rioja va más allá del simple decorado para las catas de vino, no es solo un lugar donde poder disfrutar de una de las más reputadas denominaciones de origen españolas: es una Enópolis, una ciudad que vive por y para el vino.
Para comprobarlo basta con visitar los establecimientos que forman parte de la asociación Bodegas de Logroño.
Hablar de Enópolis implica hablar de sociedad, de cultura, de patrimonio, de turismo, de futuro, de aquello que convierte Logroño en un destino imprescindible. Una buena forma de entenderlo pasa por recorrer los calados locales, depósitos subterráneos destinados al almacenamiento del vino que se producía en las casas.
Estos, con sus numerosos ejemplos conservados, constituyen una especie de Logroño paralela que se extiende bajo tierra y que puede ser visitada desde distintos puntos de la ciudad como la Casa de la Danza, la sede de la UNED, el Colegio de Ingenieros Industriales o la Casa Palacio del Marqués de Legarda.
Basta con contemplar las tuferas – escapes para los gases que producía la fermentación del vino – de las calles Ruavieja o Barriocepo para darse cuenta del alcance de la industria vinícola en la ciudad. Especialmente interesante es la visita del Calado de San Gregorio, estructura del siglo XVII, de gran tamaño y conservación impecable.
Este majestuoso lugar, que más que un depósito parece una iglesia románica de más de 30 metros de largo, es, a día de hoy, un espacio dedicado a exposiciones y todo tipo de eventos vinculados con la cultura del vino. Logroño nunca deja de reinventarse.
Los tiempos han cambiado y, a diferencia de lo que sucedía en el 1600, el exquisito vino local ya no vive en el subsuelo de la ciudad. Por fortuna o por desgracia, métodos de producción más avanzados han permitido alejar la producción vinícola de las zonas más densamente pobladas.
Perfecto ejemplo de esto es el hecho de que solo dos de las ocho empresas que conforman la asociación Bodegas de Logroño se encuentran dentro del núcleo urbano. Es el caso de las históricas bodegas Franco-Españolas y de la mucho más moderna Arizcuren.
La primera, nacida en la última década del siglo XIX, es la más céntrica de todas – a tan solo cuatro minutos andando de la Calle del Laurel – y tiene el honor de haber sido visitada por personajes de la talla de Alfonso XIII o el mismísimo Ernest Hemingway, que se dejó caer por ahí en 1956.
La segunda, aparecida el 2016, nace del proyecto personal de Javier Arizcuren, comprometido en recuperar los valores tradicionales de La Rioja Baja y conservar la memoria y la herencia vinícola de la Sierra de Yerga.
No muy lejos quedan las bodegas Viña Ijalba, accesibles a pie, pero ya separadas del mundanal ruido, de la agitación capitalina. Hablar de ellas es hablar de innovación y respeto por el medio ambiente. Su modelo empresarial se ha basado siempre en estos principios, convirtiendo a la entidad en una pionera en el campo de la producción de vinos ecológicos.
Lo mismo puede decirse de Campo Viejo, también comprometida con la sostenibilidad y el patrimonio natural de La Rioja. Su impresionante sede – a 5 km de Logroño – permite añadir la brillantez arquitectónica al extenso catálogo de virtudes de esta bodega riojana.
Su estilo, que coquetea con el futurismo, la emparenta en cierta forma con Olarra, situada al otro extremo de la ciudad y diseñada, en 1973, por Juan Antonio Ridruejo, quien optó por crear un edificio perfectamente adaptado a su función vinícola.
El elemento más destacado de la construcción es una sala de barricas con un techo formado por 111 cúpulas hexagonales, encargadas de evitar los cambios bruscos de temperatura.
Con un estilo radicalmente opuesto, pero no por eso menos bello, encontramos las bodegas Marqués de Murrieta, con su viñedo de más de 300 hectáreas situado alrededor del majestuoso Castillo de Ygay, de gran valor histórico y cultural. El castillo, construido en 1852, da nombre a su producto estrella, considerado por Wine Spectator el Mejor Vino del Mundo del año 2020.
A menos de un kilómetro, se encuentra la otra bodega con título nobiliario, Marqués de Vargas. Inspirada en los châteaux franceses, la empresa destaca por sus Reservas y Grandes Reservas, vinos de producción limitada que le han valido la prestigiosa calificación de “Viñedo Singular”.
A eso se suma su defensa del proceso de vendimia natural, tradición marca de la casa que sirve para darnos cuenta del importante papel que la artesanía tiene en un mundo cada vez más acelerado e impersonal.
Aparte de estar abiertas a visitas turísticas, todas las bodegas mencionadas con anterioridad comparten una misma pasión: el vino, un producto con el cual se comprometen ayudando a hacer cada día más grande el papel de Logroño como destino de referencia a nivel internacional.
El culto al vino, que en tiempos de los griegos era protagonizado por Dionisos – Baco para los romanos – y que después se adaptaría al cristianismo como parte fundamental de la eucaristía, tiene su mejor ejemplo en la bodega Ontañón, un Templo del Vino custodiado por esculturas de dioses y héroes que rinden homenaje a nuestra bebida favorita.
Pero no todo se limita al vino, en este espacio se organizan también experiencias gastronómicas orientadas a dotar de sentido el concepto “maridaje”, haciendo imposible que alguno de los cinco sentidos quede sin satisfacer.
Menos aún si se está cerca del Ebro y de sus viñedos, en La Rioja, con su gente, con su forma de vivir, de comer, de beber, con su forma de ser quién son: los habitantes de una Enópolis, una ciudad comprometida con el vino, una ciudad comprometida contigo.