El misterio al otro lado del Ebro
El yacimiento del Monte Cantabria sigue plagado de enigmas por resolver, pinceladas de la historia de Logroño que perviven entre el mito y la verdad.
A diferencia de Roma, Londres o París, Logroño no hizo de un río el centro de su vida urbana. Hasta hace relativamente poco, la capital de La Rioja pasó sus días dándole la espalda al Ebro, al otro lado del cual nadie quiso instalarse.
Quizá era una cuestión de falta de necesidad, de pereza – ¿para qué cruzar el río si ya estamos bien donde estamos? – o quizás la cosa era más compleja y, sin saberlo a ciencia cierta, los antiguos logroñeses ya sospechaban que ahí había algo, que ese lugar no les pertenecía.
Durante siglos, los sabios locales hablaron de una vieja ciudad que fue borrada del mapa por la cólera del rey Leovigildo.
Cuentan que se llamaba Cantabria y hay quienes afirman que sus restos podrían encontrarse en el monte del mismo nombre, ese monte misterioso que parece que tenga ventanas u ojos, unos ojos que, desde siempre, han mirado impasibles sobre Logroño, la urbe que, centrada en otras cosas, vivía absolutamente ajena a los secretos del Monte Cantabria.
No será hasta bien entrado el siglo XX que los arqueólogos decidan plantarse en este emblemático lugar para tratar de esclarecer el enigma. Los primeros en hacerlo fueron Blas Taracena y Augusto Fernández de Avilés, con una investigación que duraría entre 1948 y 1949 y a la que sucedieron otras en los años 70, 80 y 90.
Es gracias a la labor de estos profesionales – y de aquellos que les siguieron los pasos – que, pese a las muchas incógnitas que aún se ciernen sobre el yacimiento, hoy podemos afirmar que este fue, en origen, un asentamiento habitado por los berones, el pueblo celtíbero que señoreaba La Rioja desde tiempos inmemoriales.
Panorámica de Logroño desde el Monte Cantabria.
Existen dudas sobre la relación entre el asentamiento del Monte Cantabria y el de La Custodia, a tan solo 4 kilómetros, pero según algunas teorías, los restos logroñeses podrían ser una fortificación encargada de defender el núcleo habitado central, situado en la localidad navarra de Viana.
Sea como fuere, con la llegada de los romanos, la población se trasladó al llano, a lo que hoy es el barrio de Varea.
Dada su mayor capacidad defensiva, los pobladores volverían al Monte Cantabria durante los años en que el Imperio se tambaleó y, con su caída, dio paso a la violenta Edad Media.
De esa fecha datan algunos de los restos que aún pueden verse en el yacimiento, los de una ciudad amurallada que, poco a poco, fue perdiendo peso en comparación con su vecina Logroño.
Cierta o no, la historia del ataque de Leovigildo no supuso el final de la vida en el Monte, que siguió estando poblado hasta el siglo XIII.
Pero los misterios del Monte Cantabria no se limitan al yacimiento arqueológico.
En el lado que da a la ciudad, esta elevación montañosa muestra una serie de cicatrices, las ventanas que decíamos antes, unas extrañas hendiduras sobre las que tampoco se ponen de acuerdo los expertos.
Hay quienes dicen que se trata de columbarios, lugares pensados única y exclusivamente para la cría de palomas. Otros piensan que nadie en su sano juicio podría haber excavado semejantes cuevas sin una intención más trascendental y que aquello que tradicionalmente ha pasado por un conjunto de nidos de aves sería, en realidad, un lugar donde almacenar los restos mortales de los monjes difuntos.
La exposición de calaveras servía para recordar, a quien las viera, la importante lección de que nada es eterno. Y si no, que se lo digan a los habitantes de la Cantabria riojana.