Logroño, divino
Por una vez, hagámosle caso al tópico que dice que Logroño está ligada a la cultura del vino. Pero pongamos atención a la palabra “cultura”, interpretémosla en un sentido amplio, ya que entonces cabrán dentro muchos Logroños distintos, siempre con la vid como maestro de ceremonias.
La carretera serpentea entre las quebradas y los peñascos del valle del Iregua, para aplacarse en la fértil llanura que anuncia el perfil de Logroño. Pulcras plantaciones de vid definen líneas de fuga que apuntan sin dudar hacia la capital de La Rioja.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que las cepas también fueron salvajes y, en el fondo de su corazón, aún lo siguen siendo. Por eso, como al vino, a Logroño hay que saborearla sin prisas para que revele su fuerza interior.
La ciudad se presenta hoy como un espacio formado por amplios bulevares y plazas espaciosas, aunque luego se enreda en callejas sinuosas y empedradas a la orilla del Ebro. Es allí donde se muestra una parte del Logroño más natural, el que se enorgullece de sus zonas verdes.
Los muros se convierten en bosque de orilla en el Parque del Ebro y en suave colina cubierta de césped al llegar al Parque de la Ribera, donde destaca el magnífico perfil del palacio de congresos y auditorio Riojaforum, que abrió sus puertas por vez primera para celebrar, cómo no, el IV Foro Mundial del Vino.
Monte Cantabria
Años atrás, en el mismo lugar se ubicaban algunas huertas, si bien las inevitables vides crecían más y mejor justo enfrente, en el Monte Cantabria.
Y siguen haciéndolo, después de que los romanos se empeñaran en domesticarlas y producir caldos parecidos a los que consumimos en la actualidad.
Claro que, en el caso de Logroño, primero tuvieron que enfrentarse con los berones, pueblo de origen celta que dejó sus restos para la posteridad en la cima de la montaña.
Por su parte, los romanos fundaron la ciudad de Vareia, nombre del que deriva el del barrio de Varea.
El romano también trajo el gusto por la fiesta y su conexión con el vino, tras robarle el dios Dyonisos a los griegos para convertirlo en Baco.
También celebraba la fiesta anual de la vendimia, casi un anticipo fundacional de lo que acabaría siendo un día el enoturismo.
Aquella tradición romana de celebrar y compartir con una copa en la mano se respeta de la mejor manera en Logroño, famosa por su gastronomía y por sus tradicionales zonas de tapas y pinchos, como son las calles San Juan o Laurel.
La oferta es excelente en ambas, pero hay que tener en cuenta que cada barra se especializa en un producto. Por ejemplo, en una sirven sabrosos champiñones a la parrilla; en otra, gambas braseadas con piña; más allá, huevos rotos con gulas, bacalao, chistorra, morcilla…
Y todo cocinado a partir de los productos que hay a la venta en el vecino Mercado de Abastos o de San Blas, bien surtido por la huerta riojana. Descubrir todos los pinchos es un viaje de bar en bar en el que cada bocado es una nueva ocasión para confraternizar.
Pero sigamos adelante con nuestro particular viaje en el tiempo por Logroño y sus viñas. Con solo andar unos minutos desde la zona de restauración, la Concatedral de Santa María de la Redonda nos regala una leyenda de la Edad Media.
Se dice que en el s. XII los suelos aluviales cercanos al río tendían a ceder durante su construcción, por lo que se decidió consolidar los cimientos con cepas viejas.
Por cierto, que los Reyes Católicos también pusieron su granito de arena en el afianzamiento de la viticultura local ya que, según su costumbre, se replantaron vides en las tierras adquiridas durante la Reconquista, en especial a lo largo del Camino de Santiago.
Peregrinos entrando en Logroño por el puente de Piedra.
Logroño es etapa obligada para los peregrinos que lo recorren, explorando de paso los famosos calados del casco antiguo, donde en la época del Renacimiento reposaba el vino en grandes contenedores de piedra.
El Camino tienta al caminante con las actividades y eventos que se celebran en ellos, y aprovecha para mostrarle buena parte del centro de la ciudad.
En cualquier caso, nadie va a excavar en los sótanos de la catedral para comprobar la historia de las cepas, pero sí que hay cierto debate sobre la pintura del Calvario que se conserva tras la sillería del coro de la Concatedral.
Hay quien la atribuye nada menos que al gran Miguel Ángel, mientras que otros consideran que se trata de una copia muy fiel realizada por un discípulo del artista, ya que el cuadro se hizo muy popular.
Lo mejor es acercarse a verlo y, simplemente, disfrutarlo.
En Logroño el arte no sólo está en las iglesias, sino que sale al encuentro del paseante en la vía pública.
Es lo que sucede con iniciativas como La Calle es un Museo, que propone una visita alternativa de la ciudad a través de sus esculturas y murales, o con festivales como el Concéntrico o Lovisual: el primero se centra en la arquitectura y el diseño e incluye intervenciones efímeras en plazas y avenidas, mientras que el segundo trabaja los escaparates de los comercios, para sorprender al espectador con obras enmarcadas por el cristal de la tienda.
Estos son sólo algunos de los ejemplos del gusto logroñés por lo contemporáneo y por el diseño innovador, tradición que empezó quinientos años atrás tras vencer al ejército francés durante el célebre sitio de la ciudad, que no solo dio lugar a la más sonada de las fiestas patronales el día de San Bernabé, sino que, según la opinión de muchos historiadores, supuso el despertar de Logroño tanto en el sentido económico como en el social y cultural.
Archivo Histórico Provincial.
De ahí que sean tan abundantes los palacios y construcciones renacentistas, corriente de moda durante el reinado de Carlos I.
También rebrotaron con el tiempo aquellas vides que dejamos creciendo a las puertas de la ciudad en la Edad Media y que los atacantes franceses pisotearon sin miramientos.
Porque el tiempo es experto en aplicar la justicia poética, y sería precisamente de Francia de donde llegarían más tarde las técnicas para mejorar la calidad de los vinos locales, en parte gracias a Luciano Murrieta, hijo adoptivo de Logroño que viajó a Burdeos para aprenderlas.
La plaga de la filoxera también hizo su parte, ya que al extenderse por el país vecino provocó la emigración de muchos bodegueros que se establecieron en La Rioja para seguir su actividad.
También es fiesta, pincho y huella de peregrino. Es modernidad, arte y sofisticación, sin darse aires de grandeza. La savia de las cepas corre bajo tierra y hermana el pasado con lo cotidiano.
Y una última recomendación antes de visitar la ciudad: cuando queramos tomar algo, no nos limitemos a pedir “un tinto”, así, sin fundamento. Puntualicemos al menos si queremos un joven, un crianza o un reserva. Nos lo agradecerán. Y nuestro gusto, también.